Un destino común
No sé si quienes fraguaron la globalización tuvieron conciencia plena de lo que el invento supondría o simplemente la idearon por motivos puramente mercantilistas y ansias de más poder pero de lo que hoy no existe duda es de que entre sus haberes, (que de todo ha aportado), se encuentra el haber posibilitado una conciencia planetaria que antes no existía. Porque una cosa es que unos pocos aventureros o intelectuales tracen mapas o elucubren sobre los diferentes modos de vida, (o que lo haga una élite), y otra bien distinta que millones y millones de ciudadanos de a pie de todos los rincones tengan acceso a Internet y se recorran el mundo de aquí para allá en vuelos asequibles a sus economías.
Y esa es la perspectiva que nos coloca hoy, y por primera vez en nuestra Historia, ante la percepción general de que las fronteras se diluyen y de que los problemas de cada uno nos atañen a todos, lo que nos conduce inequívocamente a un futuro común del que ya nada ni nadie puede ni debe escaquearse. Y este es a fin de cuentas el pensamiento del siglo XXI al que a todos se nos pide que nos apuntemos. El de la modernidad, el de la madurez como especie, el que abandona los antiguos litigios entre pueblos y clases. El que preserva la naturaleza. El que es capaz de generar, comprometida y responsablemente, la tecnología necesaria para afrontar los desafíos propios de una civilización de la que podamos sentirnos orgullosos.
A mí me gusta la idea y me complace que hoy, tras tantos años de evolución, nos encontremos a las puertas de emprender ese viaje definitivo hacia la comprensión total del Universo, (microcosmos y macrocosmos), y de nuestra verdadera condición pero, sin embargo, cuando echo pie a tierra y contemplo la codicia instalada a mi alrededor y la injusticia imperante, cuando recuerdo que todavía dependemos de la sobre-explotación de los recursos, que hay muchos países sometidos a otros y razas dominantes, y fronteras cerradas que se cobran muchas vidas, y hambre, tantísima hambre, y sed, y corrupción consentida y generalizada, y represión… Cuando observo que quien está a salvo cierra los ojos o mira hacia otro lado y que los negocios que sostienen nuestra economía son los relacionados con la violencia, (industria armamentística), los miedos, (compañías de seguros y empresas de seguridad), la precariedad, (hipotecas bancarias), y la enfermedad, (farmacéuticas)… Cuando me sitúo ante todo esto se me cae el alma a los pies y no puedo sino preguntarme: Pero, ¿Qué modelo de convivencia es el que va a sustentar este viaje? ¿Qué código ético nos conducirá en esta aventura? ¿El de la desigualdad actual elevada a la enésima potencia?, ¿El de la competitividad entre vecinos y familiares?, ¿El de las castas, reales o disimuladas?, ¿El que nos anima a sacar de nuestro interior nuestros peores instintos? Pues… ¿qué podemos pensar? Hasta hoy ha sido así y hay quien argumenta que es el modelo que funciona y que nos ha traído hasta aquí y cada día es más evidente que nos preparamos para perpetuarlo. Pero la concentración de poder a través de las grandes multinacionales en una batalla que no puede acabar sino en una empresa única omnipotente, (un futuro en común, una empresa común), encierra demasiados peligros y la ofensiva por el control de la alimentación que estamos sufriendo cada día huele más que a negocio a intención de someter una vez demostrado que la capacidad destructiva de las armas más sofisticadas no sirve más que para disuadir. ¿Para qué, si no, las leyes sobre transgénicos y sobre patentes alimenticias?
Pero si creyera que nuestro futuro es tan oscuro como lo pinto seguramente no estaría ahora aquí escribiendo para vosotros sino en un estado quizás más lamentable intentando abstraerme. Porque influyen tantos factores distintos en nuestro desarrollo, tantos imprevistos… Y porque soy de los que cree en la condición humana a pesar de su fragilidad. En su capacidad para sobreponerse a sí misma y sobrevivir y hasta en su buena estrella, aunque no sin esfuerzo porque no se regala nada en esta vida y las conquistas sociales siempre hay que pelearlas.
Nos encontramos hoy en nuestro país, tras unos años de corrupción generalizada, (arriba y abajo), producto de la pérdida de valores, en el momento importante en que una buena parte de la población, (las nuevas generaciones), que ya ha crecido en esta percepción globalizada solicita una re-construcción de nuestro sistema orientándolo hacia esa nueva conciencia positiva y responsable que los nuevos tiempos demandan y está buscando las vías para conseguirlo. Es por eso que aparecen nuevos partidos en el horizonte con la promesa de instaurar el nuevo ideario y eso está bien porque es señal de que se avanza, aunque nos equivocamos si pensamos que los nuevos políticos van a conseguir algún cambio en lo esencial. Y no porque desconfíe de sus intenciones sino porque si algo hemos debido aprender en estos años de crisis es que es la economía la que gobierna sobre la política y la economía es otro mundo regido por preceptos materiales en el que ni siquiera la izquierda, (se supone que las estructuras que defienden los intereses de los de abajo), ha querido entrar en gran parte debido a su fobia por el dinero, (yo diría que repelús), temerosa de su poder de corrupción. Y es esa aprensión lo que la ha mantenido postergada durante todos estos años y relegada al lugar donde hoy está: la nada más absoluta incapaz de dar respuesta a las conspiraciones de los poderosos.
¿Volvemos entonces a enfrentarnos a la fatalidad? Porque, ¿de qué manera va a poder conseguir esta nueva hornada de parias de la tierra doblegar a un Goliat de la envergadura de la economía? Pues parece imposible pero, sin embargo, también por este camino se han abierto estrategias que el tiempo dirá hasta qué punto son eficaces.
La primera es para los más emprendedores y consiste en construir nuestras propias economías aunque solo sea por auto-protección. En entrar en esta actividad y humanizarla, en el sentido más amplio de la palabra. Redirigirla hacia nuestros intereses. En introducir en su universo el nuevo gen y contaminarla. Se está trabajando en banca, (con Triodos a la cabeza); en el sector de las eléctricas, (con Som Energía o Gesternova, que te procuran energía renovable al precio de la nuclear); en el de los seguros, (con Atlantis); o el de la alimentación en el que un abanico de asociaciones y cooperativas te ofrecen la posibilidad de escapar de las fauces de la cadena convencional. Y también se trabaja políticamente en este sentido habiéndose establecido los criterios de una “economía del bien común” y los baremos sobre los que, según éstos, debería apoyarse nuestro sistema de tributaciones. Asociémonos, pues. Pongamos en marcha nuevas estructuras. No es tanto, en ocasiones, el capital inicial como el compromiso y la ilusión lo imprescindible para comenzar. Y debemos intentarlo porque necesitamos de una red económica que cuando menos nos defienda. Y porque la madurez de un país es directamente proporcional al entramado asociativo y cooperativo que haya conseguido construir. A su economía solidaria y real. A su resiliencia, palabro que determina la capacidad de un ecosistema para resistir los embates del exterior. A su esfuerzo y al compromiso de su gente. Y para este futuro en común que ahora comienza es precisamente madurez lo que se reclama.
Y la segunda estrategia es para todos nosotros, hombres y mujeres de a pie que sobrevivimos sin alardes del resultado de nuestro trabajo, y no es otra que la del “consumo responsable”. Porque las economías de hoy en día están basadas en el consumo y ahí nosotros como últimos eslabones de la cadena sí que tenemos algo que indicar. Dijo Vandana Shiva, (premio Nobel alternativo), que “El consumo es un acto político que puede ser revolucionario” y es así porque es en nuestras pequeñas compras cotidianas que podemos dar poder a los unos y quitárselo a los otros y reclamarles a todos el cumplimiento de unos mínimos criterios de responsabilidad que también se encuentran ya determinados: el respeto por la naturaleza, la proximidad, la pequeña producción y los canales cortos de comercialización. Exijámoslos, entonces, en cada producto que compremos junto a su transparencia y su trazabilidad. Consideremos al ir a comprar a quién le estamos dando nuestro dinero y qué se va a hacer con él. Hagámoslo y obligaremos a los todopoderosos a cambiar su sistema de valores porque les estaremos dando donde más les duele que es a la hora de contar el dinero por las noches, antes de cerrar.
Por Amador Navarro, socio activista de bioTrèmol